Río de Janeiro es por naturaleza una ciudad musical. Antojada entre cúspides abruptas y a manera de siluetas tan verdes como indescriptibles, parece danzar entre el batir del viento, el vaivén de las aguas que la bañan y el ajetreo de su gente.
Dinámica y bravía, pero siempre acompasada y melódica, esta bellísima urbe sudamericana jamás luce desadornada ni quieta, si acaso algo adormecida cuando pasaron algunas horas y faltó su ritmo inherente: el retumbar del tambor, el estruendo de la samba.
Cuentan que proviene de África y que floreció acá, inspirada en el entorno de La Ciudad Maravillosa, un sitio donde bailar samba, Bossa Nova, Pagode, o cualquier otro estilo es tan tentador y atractivo como manejar un balón de fútbol.
Sin embargo, ambas cosas son igual de difíciles y aprenderlas requiere arte, magia y dones… que sólo aquí crecen silvestres. Quizás por eso los brasileños aseguran ya que lo uno y lo otro se entremezclan lo mismo ante una batería que en una cancha. Incluso dicen que todo su deporte lleva ese ritmo en la sangre como toque de virtuosismo y espectacularidad.
Lo indudable, al fin, es que tales acordes y pasillos son un patrimonio exclusivo que los distingue mientras más lo alimentan y regalan al admirador y al visitante.
Los XV Juegos Panamericanos, entrados ya en su segmento final, van teniendo una musicalidad particular, que servirá siempre para evocarlos y como símbolo de triunfos, celebraciones, medallas, amigos, retos. Y es que no ha habido un instante sin que los tambores te recuerden que estás en Brasil, la cuna de la samba.
Los cubanos, por fiesteros y empeñados, intentan más conquistar el baile que el fútbol, y a veces hasta lo han “conseguido” fusionando de todo un poco: salsa, samba, rock, merengue y hasta cha cha chá.
Cualquiera diría que tenemos la gracia para interpretarla pero nos falta práctica y tiempo, ese que expirará cuando la llama panamericana sea apagada. De tal manera, sambear, lo que se dice sambear, sigue siendo un privilegio de los anfitriones.
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